viernes, 25 de noviembre de 2011

EN CONTRA DEL ECOLOGISMO

Por  Camino Limia (www.gecisos.es)

Resulta mucho más fácil, defender la postura ecologista, o al menos es mas ético, moral  o como queramos llamarlo.  Nadie se atreve a hablar del mal del ecologismo, del daño que genera la defensa absoluta del medio ambiente, en contra de sus propios principios y de las propias especies. Politicamente no es fácil defender a nuestro gremio “los cazadores” y éticamente cuesta asimilar al cazador como defensor de la naturaleza, como gestor y ecólogo racional, pero eso no está más lejos de no poder afirmar con objetividad y veracidad que el ecologismo hoy es una arma de doble filo en contra del propio medio ambiente y de los que en el habitamos.


Me hago eco en este articulo, de unas reflexiones que en su día leí de  Jorge Alcalde “Errores Ecologistas” que os transcribo a continuación, en el  mencionaba como La prestigiosa revista PLoS Biology, considerada como una interesante herramienta de intercambio de información científica de alto nivel a través de la red, publico un curioso informe que demuestra lo poco eficaces que resultan las medidas extremas de protección de entornos naturales. Bajo el título de El negocio de la conservación, pone el acento en uno de los problema clásicos del exceso de celo ecologista: la proliferación de reservas naturales y espacios protegidos hoy es un vector de pobreza para las poblaciones que los soportan.

Hasta ahora, el dogma ecologista había conseguido hacer pasar como única solución posible al deterioro de la biodiversidad la protección de cada vez mayores áreas agrestes que sirven de hábitat a especies amenazadas. Salvar al bisonte, a la cebra o al alcotán ha sido durante décadas un imperativo ético y para ello se han cerrado miles y miles de hectáreas al tráfago humano, impidiendo su uso y disfrute, aun a costa de hurtar a las poblaciones cercanas algunos de sus escasos recursos económicos. En otras palabras mencionaba este autor, el ecologismo (movimiento impulsado desde la rica Europa) ha cargado los costes de la defensa global del medio ambiente en las cuentas corrientes de las minorías locales.

Es cierto que el Viejo Continente creció a costa de sus bosques, sus especies animales, sus glaciares y la calidad de sus mares y aguas bravas. Pero eso ya no importa: "no dejemos que los países pobres cometan ahora el mismo error", dicen los verdes. Así que les prohíben prosperar, por si acaso. El informe citado es la mar de clarificador. Kenya, uno de los países con mayor área natural protegida (cerca de 60.000 km cuadrados) ha dejado de ingresar 270 millones de dólares anuales en las arcas de sus ciudadanos por culpa del celo ecologista. Ésa es la cantidad que los expertos estiman que podría obtenerse si los Parques Nacionales, donde campa a sus anchas la fauna salvaje, fueran explotados de otro modo: por ejemplo, aprovechando zonas de pasto, maderas sobrantes o fórmulas de mercado cinegético. El caso de Madagascar es similar. Allí, los agricultores y ganaderos de la zona han perdido hasta un 10 por 100 de sus ingresos anuales por culpa de la sobreprotección del suelo. Es cierto que existen algunas actividades favorecidas por la existencia de parques nacionales de las que los pobladores locales pueden beneficiarse, como el turismo. Pero todos los datos apuntan a que este tipo de ingresos es muy irregular, no se distribuyen equitativamente, están sometidos al monopolio y al abuso de las autoridades y suponen ingentes inversiones que no todos los países pueden afrontar.

En definitiva, parecería más racional que la biodiversidad dejara de ser un fetiche de la utopía rojiverde y comenzara a entenderse, simplemente, como un bien de consumo. Si la defensa del medio ambiente se sometiera a las leyes del mercado, considerando el entorno natural como un producto que puede explotarse y por el que se puede pagar un precio, las cosas podrían empezar a pintar de otro modo. Los analistas de PLoS Biology creen que los ciudadanos que habitan zonas privilegiadas del planeta son suficientemente maduros e inteligentes (tanto como los ecologistas de Berlín, París o Barcelona, al menos) como para gestionar el patrimonio que el destino les ha legado y sacarle provecho. Y existen pruebas que lo demuestran.

Por ejemplo, pocas medidas conservacionistas han tenido tanto éxito para la protección del bisonte americano como la comercialización de la carne de este animal. La salida al mercado de este producto alimenticio tuvo que luchar durante décadas contra un inconsciente pudor ecologista. La gente creía que comer carne de bisonte contribuía a la extinción de la especie, tal como ocurrió durante las cacerías masivas del siglo XIX. Pero lo cierto es que el número de ejemplares no dejó de decaer hasta que la carne encontró un nicho adecuado en los restaurantes y hamburgueserías. Hoy, comer un filete de bisonte es la mejor acción que puede realizarse para proteger el futuro del animal ya que en cada filete va una dosis del esfuerzo de la industria ganadera por no perder su negocio. Todo lo contrario ocurrió en el superprotegido entorno de las Islas Galápagos. Allí, durante los años 90 surgió un floreciente negocio local consistente en la captura y venta de "pepinos de mar" a los que ciertos turistas asiáticos atribuían propiedades afrodisiacas. Tratando de cuidar a la especie, las autoridades locales establecieron férreas prohibiciones a su pesca. Es resultado fue que el precio de los pepinos se duplicó en el mercado negro, la población animal se deterioró aún más y los pescadores locales que, de buena fe, respetaron las leyes terminaron arruinados.

Está claro que la protección no siempre protege. Y es aquí donde viene al pelo la segunda historia de desatinos proteccionistas. Resulta que la superficie acotada en Andalucía, es decir, las zonas boscosas protegidas para la caza, entre cotos privados y áreas sometidas a un régimen cinegético especial por la Administración es cerca del 80 por 100 del total del espacio natural. La legislación actual es tan rígida en su afán de protección de la actividad cazadora que ha fomentado un negocio suculentísmo no exento de efectos secundarios. El cazador que paga un dineral por un puesto en una montería espera tener opción a cobrarse una buena pieza y ello ha favorecido la práctica de ejercicios de engorde artificial. Como resultado, la población de animales de caza mayor en zonas como Sierra Morena roza el límite de la infestación y corre el riesgo de morir de éxito. Quizás un marco de capturas más libre y menos regulado resolvería de manera espontánea el problema.

Pero todos sabemos que a la izquierda ecologista la gusta regular. Y ese es el tercer error. No hace mucho el ex-presidente Zapatero nos comunicaba su deseo de formar parte de la gran "alianza contra el hambre" y de alcanzar en un par de legislaturas el famoso tope mínimo del 0,7% del PIB en ayuda al desarrollo. No es una intención aviesa, ni mucho menos. Pero resulta bastante contradictoria con otras acciones llevadas a cabo desde su Gobierno. Su Ministra de Medio Ambiente, Cristina Narbona, ha expresado su deseo de que desde el Ministerio de Agricultura se regule aún más el cultivo de alimentos transgénicos en España. De hecho, el gobierno de nuestro país ya ha cambiado su posición ante los organismos modificados genéticamente en la Unión Europea. Sorprende este recelo contra la biotecnología en un gobierno aliado contra el hambre. Y es que la propia FAO no deja de hacer llamamientos a las autoridades del mundo para que consideren la transgénesis como "un gran potencial contra la pobreza". Un informe de esta organización publicado el pasado mes de mayo advertía que "los cultivos transgénicos han producido grandes beneficios económicos para los agricultores de muchos países pobres, han supuesto un aumento de la calidad de los alimentos y han reducido el uso de productos agroquímicos tóxicos". "A pesar de que los organismos modificados han sido puestos en el mercado por compañías privadas (sic) los beneficios de su uso se han repartido ampliamente entre la industria, los agricultores y los consumidores, lo que sugiere que la posición de cierto monopolio que se deriva del mantenimiento de los derechos de propiedad intelectual sobre las variedades genéticas no genera abuso sobre los usuarios más pobres".

El argumento de la FAO es ligeramente retorcido y aún le queda un resabio de "temor al capital" pero, visto llanamente, es una carga de profundidad contra el mito ecologista anti-transgénico más extendido: nos quieren hacer creer que los cultivos de variedades genéticas no son más que una trampa de las multinacionales para beneficiarse de la desesperación de los agricultores más modestos. Nada de eso, los resultados cantan. Como "canta", pero en otro sentido, que un Gobierno dispuesto a embargar el 0,7% de sus presupuestos para la lucha contra la pobreza siga siendo tan permeable a la irracional postura ecologista contra los cultivos biotecnológicos. El hambre se cura con ciencia, con igualdad de oportunidades en el mercado y con medidas contra la corrupción. Si hay algo de lo que el medio ambiente y los que lo habitamos debemos protegernos es, precisamente, de aquellos que pretende protegerlo a base de prohibiciones, amenazas y mitos pseudocientíficos

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